lunes, 15 de octubre de 2007

Fuegos fatuos.


Nadie me avisó que yo había muerto. Ahora me pierdo en el aire y mis pensamientos se me escapan como si fueran parte del descuidado tiempo. Lo sé ahora porque he olvidado como es un amanecer, huelo a noche, he tomado el volumen de las sombras que no se ven.

Y sí; después del anochecer vuelvo al cementerio, me acurruco en la tierra que dice mi nombre, para que el olor a humedad pellizque mis huesos, como lo está haciendo ahora, trepándome y arrancándome sin que pueda impedírselo, porque mi voluntad acaba en el día.

Lo peor es el frío del cuerpo, que lastima cuando me agarra y me hace oír los rezos de las mujeres que vienen a rogar por el alma de sus difuntos. Yo me pongo a reír porque ellas en verdad piensan que rezando se llega a otra parte que no sea la tumba. A mí se me consumió la fe en dios desde antes que me llegara la muerte, creo que por eso tal vez no supe siquiera el momento en que se me acabó el calor de la vida.

Siempre dije que los sacerdotes ni salvan su propia alma, sólo absorben el poco dinero que logra ganar la gente que a maíz y fríjol tiene para malvivir; y ya ven, aquí no hay ni infierno, ni paraíso y tampoco purgatorio. Hay demasiados muertos preguntando por el dios que debería estar esperando a los que fallecen. Lo único que tengo de dios es la cruz que ha atravesado mi caja hasta rozar con lo que antes fue mi pecho; y eso no sirve para olvidar que se sufre también desde la tumba.

Yo pensaba que estar muerto era cuestión de dormir para siempre, mientras te llegaban los gusanos a picotearte la piel; pero no, los muertos sentimos también el peso de los minutos, igual o hasta más que los que están con vida. Sí, aquí sobra tiempo que afuera falta. ¡Si al menos hubiera durado mi vida un minuto de los que los muertos sentimos! hubiera tenido tiempo de enterrar a mis hijos. No me termino de acostumbrar al ritmo de los minutos sin vida. Me entra el deseo de adelantar el tiempo pero al final me acuerdo que también el futuro está empapado por la nada. Eso sí, cada instante llegan paseando como serpientes de humo los aromas entullidos de la vida, los que dejan mis labios de fantasma el sabor del café tostado, el perfume de la fruta fresca, de la leña húmeda y de la hierba verde; es como me llega más fuerte la melancolía y siento más duro el dolor del silencio y me paso capturando olores que después dejo ir para que vuelvan al mundo, ellos que si pueden.

Lo único que dura poco es la noche. Yo salgo a buscar algún vivo que se acuerde de mi nombre, pero no, ya soy un muerto viejo como para que alguien se acuerde de mí, los amigos que dejé ya se han ido de estas tierras, en que sólo está con vida la mala hierba que crece sobre mi tumba. Los ecos de lo ya vivido me aprietan donde creo que está la garganta, se van hasta mi memoria los pedazos de juventud que aún siguen aferrados a los pueblos vivos que llevan vientos diferentes a los de nosotros. Al borde de mis huesos llegan las huellas de una vida pasada. Los efectos del recuerdo hacen más pesada mi alma. Se estancan los primeros días de mi existencia que en vida no pasaron por mi mente y ahora aparecen como ráfagas de sueños en penumbra.

En vida me nombraban Sebastián Ruedas. A mí nunca me probaron que ese era mi nombre, jamás supe si yo era quien decían. Supongo que mis padres se encuentran aquí, convertidos en polvo, en lamentaciones de fantasmas. Yo me crié como todos; con una madre postiza que me engordaba con tortilla, fríjol y atole de maza. Mamá Chole también sólo me tenía a mí y por eso me mandó a estudiar cumpliendo la edad de un hombre. Viajé a Guadalajara y fue donde me titulé y también donde me arrancaron la fe de un dios. Eso ocasionó la muerte de Mamá Chole, dijo que me había vuelto "lo que Judas empeñó", se fue sintiendo mal cada vez que me veía. Un día me avisaron que tenía que ir a encargarme de su cuerpo.

Ya no recuerdo cuantas veces me casé, ni cuantos hijos engendraron las mujeres que me acompañaron en diferentes noches. Una que otra vez llegaron a mi casa mujeres con hijos en brazos a pedirme que les diera mi apellido, yo se los daba y después ya nada sabía de ellos.

A sol y tierra me llené de días, de momentos, de años. Ahora sólo puedo conformarme con llegar a las calles y mirar los paisajes saboreando los cantos de la gente que vive de noche. Ver las figuras (mitad de sangre, mitad de hueso, mitad de humo) danzando sobre el mundo que ya no es.

Se extraña el calor de la sangre chorreándote el corazón y la carne que hacía ruido con el crujir de la hojarasca sobre la arena negra. Se extrañan los ojos gelatinosos que vomitaban agua salada. Aquí nada mas hay un calendario de un solo día, manecilla para un solo minuto.

El murmullo de los muertos que hablan de día a través del chocar de piedras en el pantano me lastima donde debieron estar en vida, mis oídos; se lamentan de no poder callar la obscuridad de la sepultura. Hay otros que ya ni siquiera salen, se quedan para no dejar solas sus cenizas grises, que no les ayudan a recordar el rostro de su cuerpo.

Sí; fueron los quejidos de tantas tumbas los que me avisaron que yo estaba en el sepulcro. Los roces de los cuerpos falsos fueron al principio miedos, después cantos de regiones donde saben de los que estamos bajo tierra, porque no todos los muertos se encierran en este panteón, unos siguen en sus casas de vivos o en las huellas que dejaron en su sembradío que los reconoció como sus dueños. Yo no tengo casa. No hay tierra que me reconozca como algo, aquí nada es mío.

Son los campos llenos de frutos los que extraño, son las grandezas de la simplicidad humana a las que deseo volver, son los días hábiles en que volvía de una jornada semanal que me dejaba ásperos los músculos, para atragantarme de gente mirando aparadores en el centro de la ciudad.

El sentido de estar vivo se daba a notar en mi movimiento entre columnas luminosas de cabarets en los que llegué a pasarme largos ratos. Yo si vivía el tiempo. Creo que llegué a enamorarme de una que se robó mis sueños, no recuerdo el nombre; a nosotros los muertos ya cansados se nos suelen olvidar los nombres. Sólo recuerdo una hermosa sonrisa en su cara. También ella tuvo un hijo mío, creo que le puso mi nombre, ella también se fue, yo no quería pero... ella acabó casada con Don Macario y mientras mi hijo, a quien amaba porque era parte de ella, creció diciéndole padre al que me mandó a matar. Ese hombre me odiaba, se sentía su sangre maldecirme cada vez que me veía. Lo único que le agradezco a Don Macario es que me haya matado cuando dormía, porque dicen que cuando te matan consciente es más doloroso dejar este mundo. Al fin y al cabo, si no hubiera sido él hubiera sido otro.

Que rasposas son las rutas de mi tumba, que monótonas mis
compañías muertas igual que las rocas. Fastidioso me es tener que atragantarme sus recuerdos que gritan a toda voz. Sólo hay un hombre feliz en este lugar: Felipe el sepulturero; cada vez que llega uno nuevo se le oye cantar con esa voz que avisa que ese día si comerá bien. Almuerza café con canela y un pan, se sienta en mi lápida y me platica las noticias del mundo, él sabe que lo escucho porque fui su mejor o más bien único amigo en toda la tierra. Nos encantaba tomar sobre el tejado de la iglesia para que el sacerdote saliera a reclamarnos. Felipe me ayudó muchas veces a robarme a mis mujeres cuando ellas se hubieran querido quedar. Eramos casi de la misma sangre. Él si sintió mi muerte en los ojos.

Ahora me pierdo en el aire. Beso la tierra y camino bajo pies que no saben de la muerte. Salgo en forma de noche y camino tras tacones de quien me toca tomar su forma. Ahora es tiempo de olvidarse que uno está muerto. Sólo así alcanzo a disfrutar el algo de vida que tenemos los muertos hechos sombras.
©2007 Rogelio Chávez.