viernes, 4 de noviembre de 2016

L'Heure Bleue


Haikuneas tu sol,
lo troceas a navaja:
nace mi luna.


©2015 CERILLAS SUELTAS Rogelio Jarquín. 

miércoles, 22 de abril de 2015

CARTA A EDUARDO GALEANO (EL PROMETEO URUGUAYO)

Yo que no creo en dios ni para cagarme en él, por una vez, por un ratito nomás,  me gustaría tener fe y  estar seguro  de que los ateos son los equivocados.  Quiero creer  que  allá arriba, donde quiera que esté ese arriba, ese famoso más allá, hay un dios-padre (de barba desteñida y risa hispana) recibiéndote cantarín, llorando de alegría y  de ron Matusalem. Quiero pensar que ahora te encuentras en compañía de un dios-hijo (de barba hispana y risa desteñida) con el que jugar al dominó y hablar de pronósticos deportivos.  Imagino a un dios-espíritu, un dios ave, dios paloma o dios colibrí, volando juguetón sobre tu hombro, llevándote de paseo por el bordillo del horizonte, ese horizonte, siempre tan perseguido por ti.
Puedo verte rodeado de chilpayates alados, de mujeres estrellas, cihuateteos de melenas negras que te piden con los ojos (a gritos de miradas)  una historia cortita pero  llena de barro y tizas de colores. Vos, vos que sabes bien tu oficio, callas; te basta con mostrar esas lucecitas que parecen bailotear sobre  la golpeada tierra. Señalas esos fueguitos que se mantienen encendidos, de pie a pesar del fuerte viento, del hambre y la desesperanza. Desde allí, desde ese más allá muestras este aquí tan lleno de historias, tan lleno de los fulanos, de los menganos, de los nadie resistiendo y soñando que son. Con tu silencio tan montevideano, tan tuyo,  reclamas al trío de dioses  por ese horizonte de cruces rosas, por esas mujeres muertas, por los desaparecidos, esas ausencias en Kenia, en México;  esas aulas vacías que deberían estar abarrotadas de  risas, de alegrías… de fueguitos, de su calor, de su luz, de su futuro.  La trinidad entre sorprendida y avergonzada,  parece advertir por primera vez su creación chapucera. Los dioses miran con horror todo ese montón de guerras declaradas en su nombre.  Ven desde ese arriba  a los  fueguitos extraviados, perdidos en el Mediterráneo, muertos de cansancio, muertos de angustia, muertos de sed en medio de tanta agua.  
Quiero tener por un momento la ceguera de la fe, pensar que contigo en ese más allá, ahora sí que sí, ahoritita mismo el dios-padre, el dios-hijo y el dios-pájaro pondrán orden acá, en este campo de fueguitos. Aunque en el fondo sé que con un poco de suerte y algún día nos daremos cuenta que los nadie solamente seremos salvados por los mismos nadie. Que no caerá de ningún cielo la salvación. Casi lo prefiero porque no me imagino alabando toda la eternidad a un trío de egocéntricas deidades.  Pero confío, confío que vos, vos que ahora parece que callas, vos te encuentras sonriente, reencontrándote con tus viejos amigos, con tu perro Morgan; andando y charlando ahora que tienes todo el tiempo. Mientras nosotros aquí, repartimos y compartimos el luto como se reparte y comparte el pan.  Andaremos y contaremos tus historias que, desde siempre y para siempre, también son nuestras.
A una semana de tu partida,  yo, que no creo en dios ni para cagarme en él, solamente puedo ofrecerte un llanto quedito, un hasta siempre, confiando en volverte a ver. Mientras tanto intentaré morirme de lo mismo que tú: de la vida, porque creo que morirse de vivir no tiene que estar tan mal, exista o no el más allá, exista o no  el dios-paloma.

       ©2015 CERILLAS SUELTAS Rogelio Jarquín. 



sábado, 14 de marzo de 2015

BREVE Y ACTUALIZADA HISTORIA UNIVERSAL DE LA HUMANIDAD



… etcétera.






©2014 CERILLAS SUELTAS Rogelio Jarquín.

lunes, 16 de febrero de 2015

TABACO FRITO: CINCO HORAS EN MARIO

TABACO FRITO: CINCO HORAS EN MARIO:             https://www.youtube.com/watch?v=v7Jtpl86Bt4

jueves, 8 de enero de 2015

UN TAL POLANCO


Nadie sabe, nadie recuerda (y los que recuerdan prefieren guardar silencio) las razones y circunstancias por las que el empresario Polanco,  cambió la comodísima silla de piel negra en su gran fabrica de textiles, por el sillón de terciopelo carmesí de la alcaldía. Lo que todo el mundo se atreve a narrar con lujo de detalles es con que determinación tomó la primera decisión como alcalde de la ciudad.

-¡Cambiad esas cortinas espantosas!- ordena Polanco a sus treinta y seis consejeros, quienes de inmediato bajan del ayuntamiento esas cortinas tan pesadas, tan llamativas, tan fucsias, tan llenas de petunias, al  tiempo que aplauden decreto tan reformista.

Como Polanco ha decidido ser un alcalde sencillo y cercano, prefiere ser él mismo quien elija la tela con las que se confeccionarán las nuevas cortinas. Dos docenas de sus consejeros salen rumbo a las fábricas y almacenes textiles en busca del mejor género. La docena restante se queda para ovacionar a Polanco.

-¡Pero que cercano! ¡Que sencillez! ¡Que llaneza! ¡Que espontaneidad!- exclaman entre ellos procurando ser escuchados por el alcalde.

Durante mes y medio el ayuntamiento es invadido por cientos de rollos de lino, algodón nacional y extranjero, seda, nylon, pana y poliéster. El mobiliario se ahoga entre un oleaje de estampados geométricos, frutales, florales, marítimos y heráldicos. Uno de los consejeros (el más joven e inexperto) se atreve a dar su opinión antes que el alcalde y es reprendido y destituido en el acto,  para después ser felicitado y restituido al coincidir con la elección de Polanco. La tela triunfadora es seda, con un estampado de margaritas alargadas sobre un fondo bermellón y que, casualmente, es el tejido más caro de la fábrica de Polanco. El nuevo alcalde y sus treinta y seis consejeros sonríen satisfechos  al ver ese campo de margaritas asomadas por los ventanales del ayuntamiento. Pero al entrar a su despacho nota que las margaritas no son suficientes, que falta algo para darle un aire más fresco a su gobierno.

-¡Hay que cambiar esas alfombras!- dice enérgico a sus consejeros que revolotean nerviosos alrededor suya.
-¡Y Las toallas de mano! ¡Los manteles en la sala de actos y el comedor! ¡Los delantales de los camareros y los cocineros! ¡Todo!
-No hay comedor excelencia, ni camareros, tampoco cocineros- le informa un inseguro consejero.
-Pues haced uno, contratad camareros y cocineros y después me renováis los uniformes, los manteles y las servillas.
Los consejeros se apresuran a obedecer sin olvidar enaltecer la visión innovadora del alcalde.
 
Cambiadas las toallas y alfombras, montado y renovado el comedor completo, al excelentísimo Polanco le parece que todo está perfecto. Se sienta en el sillón y suspira aburrido. En el escritorio encuentra las tijeras olvidadas por una de las costureras y eso le hace recordar y echar de menos su fábrica. Mira a su alrededor, vuelve a suspirar y lamenta no tener más cortinas que cambiar. Juega con las tijeras y una montaña de impresos oficiales. Recuerda como disfrutaba del sonido metálico de un escuadrón de tijeras cortando cientos, miles, millones de telas. La morriña y las tijeras le hacen tener lo que él mismo califica como una idea brillante. Reúne a sus consejeros para consultarles sobre los recortes que tiene pensado hacer desde mañana. En este caso los consejeros actúan tal como se espera de un buen consejero: aplaudiendo, diciendo que sí, que claro, que gran idea, y volviendo a ovacionar al alcalde con un aplauso controlado y armonioso.

Mala suerte para Polanco. Solamente treinta y seis personas parecen estar de acuerdo y preparadas para sus tan valientes reformas. Se siente triste e incomprendido con las tijeras plateadas todavía en las manos. Mira tras las margaritas de sus cortinas como se congrega frente al ayuntamiento un batallón de jardineros, con sus petos marrones, sus carretillas y sus rastrillos. Por otra calle se unen a la protesta las batas blancas de los médicos y enfermeros, el verde pistacho de los celadores, el naranja vivo de los bomberos y el amarillo chillón de los barrenderos; todos tan conjuntados, todos tan molestos con los recortes de Polanco.

Los periódicos y telediarios ya hablan de mareas uniformadas azotando el ayuntamiento. El alcalde y sus consejeros no pueden volver a casa hasta que aparece una ola azul y salvadora de policías para disolver los oleajes de otros colores.
-La culpa de todo la tienen los uniformes-Se repite Polanco desde que sale del coche oficial hasta que se mete en el pijama oficial.
-Los uniformes les hacen verse fuertes y organizados, como un ejército- murmura hasta que se queda dormido en la cama también oficial. Aquella noche tiene un sueño placentero, sin uniformes ni protestas, sin plazas tomadas, sin pancartas ni amenazas de rimas pegadizas.

A la mañana siguiente Polanco decreta que a partir de ¡YA! solamente podrán hacer uso de uniformes los colegios privados, el cuerpo de policías, las monjas de clausura (de los curas no se fía mucho) y las compañías de baile tropical. El excelentísimo Polanco advierte mediante un comunicado que habrá multas con muchos ceros y muchos días de prisión para aquellos que no cumplan tal ley. Los consejeros, como es de esperar, vitorean a Polanco y aseguran estar muy agradecidos de trabajar para un alcalde de inteligencia implacable.

Seguirán las manifestaciones pero a Polanco ya no le afectan. Él y sus consejeros miran desde las cortinas de margaritas como los manifestantes se confunden entre los grupos de turistas. Los consejeros suspiran aliviados mientras Polanco de nuevo se siente aburrido y busca  las tijeras en el escritorio, deseando encontrar inspiración  para otra idea brillante.

-El turista es muy importante- piensa en voz alta y los consejeros dejan de suspirar para escucharle atentos.
-Tenemos que mejorar nuestra imagen, nuestras ofertas turísticas, nuestras postales, nuestras estatuas humanas y la música callejera.
Los treinta y seis consejeros aprueban con la cabeza mientras se llevan una mano a la barbilla fingiendo reflexionar sobre el tema.
-¡Listo!- el grito de Polanco sobresalta a los consejeros que ya se habían abandonado a sus pensamientos llenos de  playas, de hamacas y cocteles con sombrillitas.
-¡Limpiaremos la música de nuestra bellísima ciudad! ¡Haremos audiciones para todo aquel que quiera tocar en sus plazas y calles!- dice extendiendo los brazos para recibir el aplauso de sus fervientes consejeros.

Tres días después La plaza del ayuntamiento amanece  abarrotada de músicos y de instrumentos inquietos. Polanco se da su tiempo antes de empezar la primer jornada de audiciones. De ocho a once él y sus consejeros disfrutan de un desayuno contundente, después leen la prensa deportiva, intercambian opiniones futbolísticas, charlan sobre las ventajas y desventajas de las últimas novedades en telefonía móvil; y todo lo hacen con la balada de moda de fondo musical, como para ir entrando en materia, lo hacen a ritmo pausado, siguiendo el compás y tarareando el estribillo.

Afuera, en las puertas del ayuntamiento cientos de instrumentos son lustrados en las mangas de las camisas, decenas de cuerdas se tensan buscando la afinación y docenas de trompetas parecen estornudar notas sueltas como si sufriesen una especie de alergia por los edificios gubernamentales.

La chica del saxofón Evette revisa cada diez segundos el estado de la boquilla y limpia con un paño las flores de la campana mientras, a su lado,  el chico del saxo Holton improvisa una melodía melancólica, demasiado triste para esta mañana de sol, piensa la chica del Evette. Desde el otro lado de la plaza la voz redonda de un saxofón Selmer parece contestarle al Holton. Segundos más tarde dos kholer se acercan y se unen a esa conversación de vientos y metales. La chica del Evette querría unirse pero tiene miedo de romper la boquilla antes de la audición. Un contrabajo Beginner con la excusa de escuchar mejor al Holton se ha quedado charlando con ella.

-Pensarán que como tocamos en la calle nos da lo mismo estar todo el día esperando. Dice el Beginner ofreciendo un cigarro a la chica del Evette.

-Lo que me pone enfermo es tener que tocar para estos funcionarios- Dice uno de los kholer protegiendo con la mano la llama de su mechero- Mira que estudiar cinco años en el conservatorio para tocar Amorous ante un montón de burócratas que no saben apreciar la buena música.

-Yo soy autodidacta pero lo mismo me molesta –dice el Beginner mientras aparta una pelusa de las cuerdas del contrabajo.

-Lo mejor será tomarlo con calma- aconseja el chico del Holton- Yo no pienso complicarme mucho, nada de Johnny Carter, nada de Adrian Leverkühn, nada de Barbieri. Una baladita de Paco Ramos y se acabó.

-Habrá que tirar del repertorio popular- sugiere el Beginner prolongando la última calada del cigarrillo- Tal vez algo de Machín o Calac.

-Los solistas lo tenemos más crudo- comenta el chico del Holton- Además hay que rogar por que no nos toque después de la orquesta de los rumanos. No saben tocar mal y con cualquier swing triunfan.

-Ya –dice uno de los kholer encendiendo otro cigarrillo-Django y Benny Goodman son siempre bien recibidos, es tocarlos para que  los turistas en cualquier parte del mundo se alegren y hagan coro como si estuvieran en el Casino de Glen Island. Miel para las  moscas.

-Pues mira que es un buen nombre- dice el chico del Holton.
-¿Cuál?- pregunta el  Beginner.

- El de la mosca. Podría ser el nombre de una orquesta sinfónica. Lo mismo dejo la calle y la organizo.

-Deberías- le aconseja entusiasmado el Beginner- Yo me apunto. Igual con la Mosca dejamos de tener que darle batalla a los rumanos de la plaza central y a su versión de In the Mood

La chica del Evette piensa en el poder mágico de invocación que a veces tienen las palabras. Por fin deja de preocuparse por la boquilla del saxo y sonríe al ver  a lo lejos a  la orquesta  rumana contenta y saltarina, ofreciendo algo de Glenn Miller a un público pobre y agradecido, una cuadrilla de vagabundos que bailotean y juegan a tocar instrumentos invisibles ante el alegre mutismo de sus perros.

Un clarinete Yamaha pasa diciendo que el alcalde recibirá solamente a los cien músicos que ya han entrado, que los demás tendrán que volver mañana. La mayoría guarda sus instrumentos en los estuches negros y se van maldiciendo el nombre de Polanco. El Beginner le invita otro cigarrillo a la chica del Evette intentando posponer la despedida.

Los vagabundos se tumban con sus perros para mirar como la plaza se va quedando vacía y callada. Silban, fuman, charlan y comparten los cartones de vino picado. Parece que no les preocupa nada, ni siquiera el sol que les mordisquea la cara. En realidad siempre están inquietos pero la indigencia les ha hecho adquirir tres mandamientos: que es mejor fingir despreocupación, que hay que llevar los dichos populares a la más extrema literalidad y que hay que remojarse la barba cuando se ve la del vecino cortar. Todos empapan de vino tinto sus desaliñadas barbas, todos parecen estar de acuerdo cuando el mayor  afirma que ellos serán los siguientes, que también tendrán que hacer largas colas para que el alcalde les permita vivir en las calles. Ven salir del ayuntamiento al último  músico, lo compadecen al verlo tan repeinado y afeitado, tan bien vestido y perfumado, agotado, arrastrando un desdentado acordeón. Bromean sobre el día en que a ellos les toque pasar una audición. Imaginan inmensas filas rodeando la plaza, cientos de mendigos, cientos de vagabundos, montones de pobres agrupados por inercia, por la simple y natural frontera invisible que parece levantarse entre los que duermen bajo los puentes y los que lo hacen en los cajeros o en las bancas del parque. Se divierten representando una batalla entre los mendigos del mercado y los vagabundos del metro. Juegan a la guerra con las piedras de la plaza. Municiones de pan duro hieren y ahuyentan al enemigo imaginario al tiempo que atraen a las palomas de carne y hueso. Ambos bandos caen muertos después de un fuego cruzado de vino tinto y saliva. Ríen tumbados mientras los perros les lamen los rostros y las manos sucias. Parece que de verdad se están muriendo de tanto reírse, y seguramente habrían muerto sino fuese por los guardias que han ido a callarlos, que les han invitado a irse explicándoles que interrumpen las reflexiones del alcalde quien les mira desde atrás de su cortina de margaritas. Pero en realidad no los mira, ni siquiera cuando algunos vagabundos se despiden de él con un gesto obsceno. Polanco se abandona en un punto perdido de los ventanales mientras sus manos juegan con las tijeras plateadas. Mira las margaritas de sus cortinas y piensa en lo bien que sonará la ciudad ahora que cuenta con un elegante repertorio musical, la hermosa y moderna ciudad con sus selectos músicos, aunque posiblemente sea buena idea conjuntad cada instrumento para comodidad del turismo, tal vez un uniforme llamativo, algo fucsia, quizás un traje con un alegre estampado de petunias.



 ©2014 CERILLAS SUELTAS Rogelio Jarquín.

martes, 2 de diciembre de 2014

Donde nace el sur


Ayotzinapa empieza en el norte,
 Allá, donde nace el sur.
Ayotzinapa comienza en Tijuana.
  Allá, donde los lamentos también tienen su  muro. 
Donde la esperanza ya tiene canas
y  el miedo se traga con maíz y fríjol.


Ayotzinapa empieza en Ciudad Juárez.  
Allá, donde el luto viste de rosa,
donde  la justicia es  una mujer pobre
que hace tiempo desapareció.

Ayotzinapa empieza en el norte.
 Allá, donde nace el sur.
Allá donde  el diablo también lleva  uniforme  y cuerno de chivo,
mientras  los de a pie siguen esperando noticias de un dios.

Ayotzinapa también es fronterizo.
Es el ritmo doliente de las maquiladoras,
las ausencias siempre presentes
en el ya viejo horizonte en cruz .
Es el desierto tan bravo como su río,
la siembra de cadáveres en baldíos;
el coraje en llanto de un pueblo
al grito desesperado de  ¡NI UNA MÁS!

Ayotzinapa  empieza en el norte,
allá donde nació el sur.


©2014 Rogelio Jarquín.

lunes, 25 de agosto de 2014

Carta a Julio Cortázar


(Vaya problema: Querido Coco, Enormísimo Cronopio, Monsieur Cogtazar o Julio a secas)  

Yo te conozco Julio, te sé de memoria. Eres coco, aquel niño de mirada bovina y curiosa que había que despegarle de los libros y sacarle al patio para que le diese un poco el sol de Banfield. Fuiste ese enormísimo cronopio de rostro lampiño que parece observarnos en el otro lado de la pecera. Serás ese Cogtazar de cien años que hoy nos sigue hablando de escaleras, de relojes  y de familiares con oficios y manías curiosas. El maestro normalista larguirucho, tímido y engominado, muy a lo Gardel. Ese Julio barbado que parece jugar a estar muerto mientras mira una nube pasar (allá pasa una con un borde gris) y que a veces cierra los ojos para ver todo mejor.
Eres, a tu manera (y a la nuestra) muchos Julios, pero sobre todo eres ese Julio sin instrucciones, ese Julio disfrazado de Morelli, ese glíglico en las páginas de Rayuela.
Eres un solo de trompeta naciendo en la espiral de un vinilo.
Y si, También eres París, el Sena, También eres Buenos Aires y el río de la plata, Barcelona y su parque Güell. Eres todas esas ciudades que apetecen bohemias y ordenadas.  Pero también eres (y aquí se escandalizará el señor sensato que nunca falta entre los locos) la Ciudad de México, el Deefe de mi adolescencia. Ha pasado tiempo pero los recuerdos se incrustan y se mantienen en las cosas como los hongos. Se asoman a cierta hora, como los aromas que se mezclan en un patio con tendederos.
Porque leyéndote aprendí lo que es verdaderamente perderse en una ciudad, a redescubrirla y reinventarla; a desdoblar las esquinas en lugar de doblarlas.
Por eso no me parece tan osado decir que de alguna forma eres el  Virgilio de  mis 16 años. Eres el mejor guía que se puede tener en cualquier ciudad del Mundo.
Cierto, no hay nada más mexicano que Rulfo, no hay nada más Rulfiano que México. Pero cuando se tienen dieciséis años se está tan lejos de París, de Europa. Por eso uno confía en convertirse en escritor cumpliendo con tres requisitos que parecen necesario: fumar en pipa, cruzar la ciudad a pie y llevar siempre SIEMPRE, una prenda de pana. De la pana afortunadamente ya me libré, del tabaco siempre me estoy quitando y de las rutas a pie, de eso no creo ni quiero librarme nunca.     
Es verdad que México es Rulfo pero también es verdad que no es necesario afrancesar las calles y lugares (Rue Taxqueña, Rue Tacuba, Pont des Alvarado)  para afirmar que el Deefe es una ciudad Cortazariana.
Porque estás, Julio, en ese tiempo que parece que se alarga y se acorta. En esos cafés donde siempre hay de postre arroz con leche (poca canela, una pena) y donde un alguien convierte un periódico en un montón de papeles impresos para que otro alguien lo recoja, lo ordene lo convierta en un periódico y lo vuelva a dejar hecho un montón de papeles impresos. Habitas en esos carteles que prohíben el paso a perros y bicicletas, en las paredes de las comisarias con graffitis inconclusos, y en los lectores de revistas viejas, esos hombres de bigote cano y vista cansada que siguen leyendo a Fantomas. En los patios con macetas, donde se celebran funerales, se reúnen vecinos  y parientes, beben café y hablan del muerto, de deportes y política.  Habitas el trafico; el embotellamiento que amenaza con algún día ser definitivo y que comerciantes aprovechan para vender una manzana, un desatascador  o un sofá. Te encuentras en las Circe, en las Delias Maraña con sus embrujos en el mercado de Sonora. En el trolebús que chirría al girar la avenida Ermita. En el motorista accidentado, en los rituales de semana santa  en Iztapalapa, y en los microbuses cargados de viajeros con flores cada 2 de noviembre. En el motel sombrío en avenida Tlalpan cuyo neón parpadea orgulloso su nombre: Maga.
 Estás en las combis que se resisten a morir como tu volskwagen: el dragón fafner.  En la lluvia, en el metro, y en la lluvia dentro del metro, en sus andenes inundados de gotas suicidas, en los paraguas sacrificados junto a las vías, en los transbordos llenos de comercios, de voces y  de músicos. Estás en las noticias que llegan de lejos; en las desaparecidas, en el mutismo, en los comunicados poéticos de la guerrilla, en las oficinas gubernamentales  donde un burócrata Teseo vence con formularios al pobre minotauro.
En esta Rayuela azteca Oliveira también viviría en un cuartucho lleno de discos y libros (yo lo imagino en un cuarto de azotea de la colonia Santa María la Ribera, con vecinos ruidosos y gatos roñosos pero altivos) y jugaría a encontrar a su Lucía, a su maga extraviada en el metro Balderas.  Te encuentras en el olor a fotocopia del metro Copilco, en su aroma a Mayo del 68, en sus estudiantes con camisetas del Che, en su lenguaje rebelde y combativo, en sus periódicos clandestinos, en sus historietas de Mafalda y en sus cantautores que siguen amando  a una mujer clara. Sigues vivo en la radio, en las hormigas invadiendo los jardines y en el sueño roto de un boxeador de la colonia Guerrero. Habitas todo eso pero también estás en esa actitud, un poco cronopio, de los mexicanos viajeros: Llegan tarde, se extravían, pierden las maletas o el vuelo, y en un momento de las vacaciones les invade una nostalgia por la patria y la comida materna, sentimiento que les obliga a entonar el México lindo,  abrazarse y brindar con los primeros compatriotas que se encuentran en el camino (cual cronopios bailando tregua y cátala). Estás en el México de ambos lados del océano.
En el andén un cartel publicitario parece advertirme: México son muchos Méxicos. Aprovechándome  de esa consigna turística afirmo que eres muchos Julios (un Cortázar todos los Cortázar dirías)  y que era de esperar esas uniones, esos cruces de camino. Eres muchos Julios pero sobre todo eres esa rayuela pintada con tiza en los patios de colegio, eres ese asmático escritor que supo abrirnos la puerta para salir a jugar.
                                                 Desde este lado con un posdata lleno de gratitud

                                              Rogelio Jarquín
                                                                               Madrid, 25 de agosto del 2014.

©2014 Rogelio Jarquín.