lunes, 10 de septiembre de 2007

HISTORIA SIN PELDAÑOS





Hubo un tiempo en que sí podía sentirme desterrado, muerto. Y buscaba esa quietud en la noche cuando las cosas estaban más sin vida, eran momentos en que el silencio me daba un poco de esa muerte.

Me dolió mucho dejar el apartamento que Marla y yo habíamos comprado hace unos años a orillas de la ciudad y parar a esta casa de una sola planta y a espaldas de la estación del tren. Me gustaba la idea de vivir en el último piso y que bajo de mí estuviera una docena de escaleras y con ellas doce posibilidades de resbalar y caer muerto; siempre tuve la seguridad de que moriría igual que mi Padre y que el Abuelo, cayendo por unas escaleras, digamos que sentía que era la tradición de la familia, una muerte de sorpresa en los peldaños, un golpe en la cabeza y después un perpetuo silencio.

En cambio a Marla, a ella le desesperaba mi obsesión por el silencio, y es que, junto con el silencio de la noche, llegaba el deseo de una eterna quietud, de un callado abismo que sólo se puede obtener en el sepulcro, bajo tierra, rodeado de flores, una sábana florida que convoque al vacío. El silencio no sólo era la ausencia del sonido cotidiano sino también la cercanía conmigo mismo, la pasión por las cosas sin vida que me hablan detrás del rostro para después abandonarme al día, a lado del resonar insoportable que causa la ciudad en movimiento.

Marla abría las ventanas de la casa para escuchar toda la noche el ruido de las locomotoras, para oír el gentío que esperaba a que saliera el tren. Yo mientras tanto me reprochaba el haberme dejado convencer y terminar vendiendo el apartamento para quedarnos con la casa de su padre. En esta casa no existe ni un peldaño para resbalar, tampoco hay quietud, todas las cosas se mueven y vibran con los vagones que avanzan tras de mi cama.

Y la muerte parecía haberse olvidado de mí, porque a pesar que la casa parecía cementerio, con flores en todas partes, velas y crucifijos adornando la cabecera de mi cama, era inevitable la separación que tenía con las escaleras. En la oficina me cambiaron a planta baja por cosas del espacio y a Marla la mandaron al quinto piso junto con todas las demás mujeres que entre murmullos se quejaban de subir escaleras diciendo que a ver a qué hora el señor Córdova mandaba arreglar el ascensor, que eso de hacerlas subir todos los días, no eran modos de tratar a unas damas, que los muchachos muy cómodos en planta baja, mientras ellas aguantando el dolor de las piernas por la tarde.

Yo, teniendo que soportar todo el día los gritos de la gente vendiendo frutas en la plaza, frente a la oficina; al menos en el quinto piso no se alcanzaban a oír, sólo de vez en cuando se oía un avión pasar y yo pensaba en los pisos que se han de necesitar para estar a su altura para después dejarse caer por todas las escaleras hasta llegar a morir en la plaza, sobre un puesto de flores amarillas, como la muerte, porque seguro que la muerte es amarilla.

Es una muerte amarilla la que siempre he querido para mí y no una marrón oscuro que llegue en las arrugas del cuerpo, cuando se vuelva cotidiano estar sentado en una banca del patio, bajo el sol de mediodía y como única distracción, mirar los vagones que remarcan la lentitud del anciano. Y Marla sí, ella quería llenarse de arrugas, de años, y jubilarse para tener todo el día oyendo las locomotoras y recordar cuando su padre vivía aquí, cuando subía a la azotea con él y miraban las vías a la vez que los dos inventaban historias de hombres que sólo viajaban, que no hacían nada, sólo acompañaban al tren hasta sus últimos días. Marla hablaba de eso y de que ella volvería a contar historias a sus nietos o a cualquier niño que quisiera subir a la azotea y saludar a los viajeros que desaparecen junto con el ruido del tren. Para ella era llevarle la contra al decirle que yo prefiero el silencio, la calma, morir joven sin previo aviso y lleno de flores. Porque a ella le desagradaba guardar un minuto de silencio a los muertos y de llenar las tumbas de flores que sólo remarcan la falta de vida. Prefería una muerte con música, un funeral en la estación de tren y que una locomotora la llevara hasta lugar donde ella imaginaba que todas las vías del mundo iban a iniciar de nuevo su ruta.
Y ahora ya no tengo la seguridad de morirme en las escaleras, y tampoco de volver a escuchar esa nada que antes podía tener en mis noches. Lo supe cuando Marla sufrió el accidente; cuando se la llevó la ambulancia. Dijeron que había resbalado y que rodó por las escaleras, que no tuvo tiempo de pedir auxilio. Yo estaba triste pero no sé si por ella o por mí, porque mi destino mortuorio ya no era mío sino suyo.

Murió antes de subirla a la ambulancia, inmóvil y no como ella habría querido. Fue como si el silencio se volviera ella, ella que siempre se había quejado del mío.

Toda la oficina me acompañó al tanatorio. Algunas de sus compañeras lloraban de verdad. Después de darme el pésame con una solemnidad ensayada, el señor Córdova habló de reparar el ascensor y de que sentía mucho la muerte de Marla. Pidió un minuto de silencio y fue que por primera vez desde hace mucho tiempo yo oía una nada tan profunda y por un momento me volví a sentir desterrado, muerto. Jamás pensé ver a Marla tan quieta, callada y rodeada de flores amarillas, en esa muerte joven que seguro es amarilla. Y yo tan solo, sin mi muerte, con el constante ruido de las locomotoras, con el palique de la gente en la plaza; esperando a que la muerte llegue en las arrugas, la muerte marrón que era de Marla, y recordando como ella se quedó con mi silencio, con mi quietud, mi muerte amarilla; desterrándome de la nada.


©2007 Rogelio Chávez.

2 comentarios:

Osiris dijo...

No la esperes demasiado por que suele llegar sin invitación. La muerte es una fiel compañera, y ten por seguro que cuando más solo te sientas te dará la mano para no dejarte ir, nunca.

Anónimo dijo...

si fueras maricón y yonki diría que eres el mismisimo W F Burrought... si simplemente fueras un borracho diria que eres el jodido Charles Bukowski o su alterego H H Chinaski...
de cualquier forma no se si fuiste o no fuiste feliz allá por las bizarras clases de boxeo, no me quedo claro!!...de cualquier forma la sociedad se polariza siempre, defecto de fábrica o de forma... por eso unos boxean y otros escriben. elección correcta la tuya? no lo se, no te he visto pelear pero si escribir y la verdad es que no te sale mal.
un saludo