miércoles, 17 de abril de 2013

SOPA DE LETRAS

Uno de tantos profesores que más han marcado mi enseñanza (y mi vida) fue Don Fernando M. Díaz. En sus clases de estética ampliaba y duplicaba palabras y conceptos, subrayando la diferencia entre cultura y kultura. Aprendí que leer un libro era más que leer un libro, que tener un vasto vocabulario no siempre significa una mente amplia o una visión abierta. Durante dos años nos exigió teorizar sobre el arte con nuestro limitado léxico. Desde fuera parecía que lo único que pretendía era saussurearnos en la palabra, hjelmsleviarnos en la obra, chomskyarnos en la omisión; pero su enseñanza iba más allá porque una palabra siempre va más allá, una palabra siempre se extiende hasta volver a tocar su origen, una palabra siempre nace, se transforma y muere como una idea.

Y ahora un amigo catedrático me dice que las ideas son menos importantes que el adorno de un discurso. Afirma que escribir ficción lo hace cualquiera mientras que escribir sobre los procesos creativos no; que para hablar de literatura es necesario hacerlo desde el estrado más alto del lenguaje. Me aconseja que si quiero entrar en el análisis literario siga el ejemplo de algunos eruditos de barbas blancas; que copie su estilo, que empiece por cambiar mi discurso, que use expresiones pomposas y pulcras que todo ensayo requiere; que deje de hablar de literatura como quien habla de cervezas, de comics o de teleseries. Me dice que para practicar la creación literaria basta con usar un lenguaje simple, el de andar por casa, mientras que para hablar de ella es prioritario que use un lenguaje más culto, que debo adornar mi voz con rimbombantes términos literarios.

Yo, que soy bastante disciplinado, decido seguir su consejo:

Acataléctico, braquilogía, anacreóntico, spoudaiogéloion, aporía y antinomia, oxímoron, burdon, ágrafo, calambur, écfrasis, éctasis, aféresis, epanadiplosis, lítotes, nivola, sicalipsis, eutrapelia, aporía, trocisco, exergo, anancástico, heterónimo y ortónimo, gedeonada, paígnion, paranesis y ripios.

Cumplido el requisito ya puedo continuar, ya puedo escribir sobre el proceso narrativo usando mi propio lenguaje, el de andar por casa.

En la entreplanta de un garaje público de la Plaza España se encuentra uno de los más pequeños y populares restaurantes chinos de todo Madrid. Su mejor propaganda es el boca a boca y su mejor eslogan publicitario, es tan bueno que hasta los chinos comen ahí.

Cuando escribimos un relato deberíamos juzgarnos con la misma objetividad con la que valoramos un restaurante: ese mexicano es tan bueno que hasta los mexicanos comen ahí, ese italiano… ese argentino, ese español… Deberíamos detenernos y hacernos la misma pregunta: ¿Es tan bueno lo que escribimos que incluso nosotros lo leeríamos? Pocas veces nos planteamos tan simple y dura pregunta, y menos aún la respondemos con la honestidad del lector. Caemos en la ceguera de dios, adoramos nuestra creación. Como malos comensales pensamos sólo en saciar el hambre, como malos cocineros preparamos platos rápidos simplemente para llenar el estómago, aunque lo hagamos con sopas de sobre o con un arroz quemado y soso.

El mundo sigue siendo un lugar muy grande y posiblemente en alguna parte de su redondeada anatomía exista una cocina con un chef que aborrezca comer, no me lo imagino, pero tal vez exista. Mi capacidad imaginativa también es limitada cuando se trata de visualizar a un escritor que odie leer, simplemente no lo veo.

En la literatura, como en la gastronomía, cocinamos para nosotros pero también para los demás; buscamos abrir el apetito de nuestros comensales, la aprobación de los más refinados paladares, la seducción: Tiene buena pinta… mejor sabrá; tiene buena pinta... mejor se leerá.

Sé bien que señalar las similitudes entre el acto de cocinar y el de escribir no es descubrir nada nuevo, no es encontrar el Aleph de Borges ni reinventar la receta de la cena lezamiana, pero me parece que dicha analogía expone claramente lo que creo que debería ser el proceso creativo en un escritor. Y digo escritor en general y no cuentista, novelista o poeta porque a estas alturas del cuento no deberíamos limitarnos en esas clasificaciones tan acartonadas; se es escritor a secas de la misma forma que se es chef a secas, aunque eso no significa que anulemos la especialidad de la casa, la receta preferida y secreta heredada de nuestra bisabuela. Yo soy escritor y me niego a que se me encasille como cocinero de cuentos, me niego a que no se me permita elaborar primeros y segundos platos, a no experimentar con nuevos sabores, a caer en la rutina de la sopa de fideos.

En España se produce un fenómeno sorprendente, todos los españoles afirman tener como madre a la mejor cocinera de croquetas del mundo y lo fantástico es que es verdad. Imaginad por un instante que el cuento corto es una croqueta que se toma como aperitivo en esos días soleados a la hora del vermú, que los ingredientes que utilizan en el bar son los mismos que usa tu madre pero en el primer mordisco descubres que la diferencia se encuentra en las manos que la preparan; esa croqueta te sabe distinta, insípida y grasosa. Para la mayoría de españoles esa croqueta de bar es la excusa perfecta para presumir de la legendaria y virtuosa croqueta materna. Me pasa lo mismo cuando pruebo un cuento insípido y recalentado, que me lo como un poco a la fuerza, por no tirar la comida y sólo me sirve de pretexto para enumerar las maravillas de quienes considero mis tres padres literarios, para afirmar que los mejores cuentos-croquetas son los que cocinaban Italo Calvino, Juan Rulfo y Julio Cortázar. Mi muy personal santísima trinidad no me impide degustar las creaciones de otros grandes escritores; siempre es un placer salir a cenar a un lugar nuevo.

Sobra decir que en la literatura también hay innumerables paladares, sobra decir que cada uno elige su plato preferido y que probar nuevos y exóticos platos tiene sus ventajas y sus riesgos. Yo mismo no digiero a Lucía Etxeberria y me repite Amado Nervo. Ahora que se ha puesto de moda la comida sana y que los nutricionistas nos repiten que somos lo que comemos, ahora que hay una cruzada contra la obesidad y el sedentarismo, deberíamos decir que también somos lo que leemos. Hay tanta literatura expuesta en escaparates de una librería como platillos en la vitrina de un bar, hay tanto libro precongelado, literatura light, literatura rápida, literatura refrita, literatura basura, literatura gourmet, literatura de diseño, tradicional, casera, erótica, afrodisíaca, familiar… que resulta muy triste que todavía exista gente que muera de hambre.

Leer debería ser prioritario independientemente del género y de los adjetivos que califican a la literatura, leer debería de estar en la base de la pirámide de Maslow, en las necesidades fisiológicas, entre el respirar y el comer, junto al derecho a la vida. Desgraciadamente esta idea no la comparten quienes dirigen el mundo, desgraciadamente existen ministros de cultura que no saben quién es Saramago o presidentes de toda una nación incapaces de mencionar correctamente tres libros y sus autores. Nada bueno se puede esperar de los gobiernos que miran a otro lado cuando se trata de hablar de cultura; muchas menos esperanzas hay que tener cuando el tema es la pobreza, porque fingen no escuchar, fingen estar leyendo.

A los únicos que realmente les importa el hambre es a los hambrientos y a los cocineros. Pero por mucha hambre que exista nadie quiere comer una carne en mal estado, nadie quiere comer un puchero de larvas, nadie quiere leer una historia cruda por dentro y quemada por fuera. Al juzgar nuestro propio trabajo hay que hacerlo desde la exigencia del comensal, al escribir hay que hacerlo desde la dedicación del cocinero, experimentar con especias, con el fuego, elegir el vino, cortar finísimas rodajas de cebolla.

Siempre que escribo procuro no olvidar esto; hay veces que lo consigo y otras veces (las que más) que me veo obligado a tirar a la basura docenas de cuentos-croquetas. Escribo y cocino deseando que mis comensales quieran repetir un segundo plato. Quien me conoce sabe que soy un escritor y un cocinero caótico, pero que me esmero, que limpio todo lo que ensucio y que soy incapaz de repetir dos veces la misma receta. Aunque muchas veces confunda el sazonador de carne con  la canela en polvo, la sal con la pimienta.

© 2013Rogelio Jarquín



3 comentarios:

turula dijo...

Como quiera que hace tiempo que degusto tus croquetas, debo decir que me ha sorprendido el giro en esta entrada. Por un momento no creí que fueras tu el cocinero, sin embargo al igual que pasa con las croquetas de las madres, se notan las manos, y sin duda son las tuyas. Un placer como siempre compadre.

Anónimo dijo...

Impresionante amigo Roger...como lo dije desde el dia que conoci tus letras vas volando hacia arriba! Felicidades hermano Margaro!
atte: ISV.

Anónimo dijo...

brillan tus palabras