(Vaya
problema: Querido Coco, Enormísimo Cronopio, Monsieur Cogtazar o Julio a secas)
Yo te conozco
Julio, te sé de memoria. Eres coco, aquel niño de mirada bovina y curiosa que
había que despegarle de los libros y sacarle al patio para que le diese un poco
el sol de Banfield. Fuiste ese enormísimo cronopio de rostro lampiño que parece
observarnos en el otro lado de la pecera. Serás ese Cogtazar de cien años que
hoy nos sigue hablando de escaleras, de relojes y de familiares con oficios y manías curiosas.
El maestro normalista larguirucho, tímido y engominado, muy a lo Gardel. Ese
Julio barbado que parece jugar a estar muerto mientras mira una nube pasar
(allá pasa una con un borde gris) y que a veces cierra los ojos para ver todo
mejor.
Eres, a tu manera
(y a la nuestra) muchos Julios, pero sobre todo eres ese Julio sin
instrucciones, ese Julio disfrazado de Morelli, ese glíglico en las páginas de
Rayuela.
Eres un solo
de trompeta naciendo en la espiral de un vinilo.
Y si, También
eres París, el Sena, También eres Buenos Aires y el río de la plata, Barcelona y
su parque Güell. Eres todas esas ciudades que apetecen bohemias y ordenadas. Pero también eres (y aquí se escandalizará el
señor sensato que nunca falta entre los locos) la Ciudad de México, el Deefe de
mi adolescencia. Ha pasado tiempo pero los recuerdos se incrustan y se mantienen
en las cosas como los hongos. Se asoman a cierta hora, como los aromas que se
mezclan en un patio con tendederos.
Porque leyéndote
aprendí lo que es verdaderamente perderse en una ciudad, a redescubrirla y
reinventarla; a desdoblar las esquinas en lugar de doblarlas.
Por eso no me
parece tan osado decir que de alguna forma eres el Virgilio de mis 16 años. Eres el mejor guía que se puede
tener en cualquier ciudad del Mundo.
Cierto, no hay
nada más mexicano que Rulfo, no hay nada más Rulfiano que México. Pero cuando
se tienen dieciséis años se está tan lejos de París, de Europa. Por eso uno confía
en convertirse en escritor cumpliendo con tres requisitos que parecen
necesario: fumar en pipa, cruzar la ciudad a pie y llevar siempre SIEMPRE, una
prenda de pana. De la pana afortunadamente ya me libré, del tabaco siempre me
estoy quitando y de las rutas a pie, de eso no creo ni quiero librarme nunca.
Es verdad que
México es Rulfo pero también es verdad que no es necesario afrancesar las
calles y lugares (Rue Taxqueña, Rue Tacuba, Pont des Alvarado) para afirmar que el Deefe es una ciudad Cortazariana.
Porque estás,
Julio, en ese tiempo que parece que se alarga y se acorta. En esos cafés donde
siempre hay de postre arroz con leche (poca canela, una pena) y donde un alguien
convierte un periódico en un montón de papeles impresos para que otro alguien
lo recoja, lo ordene lo convierta en un periódico y lo vuelva a dejar hecho un montón
de papeles impresos. Habitas en esos carteles que prohíben el paso a perros y
bicicletas, en las paredes de las comisarias con graffitis inconclusos, y en
los lectores de revistas viejas, esos hombres de bigote cano y vista cansada que
siguen leyendo a Fantomas. En los patios con macetas, donde se celebran
funerales, se reúnen vecinos y parientes,
beben café y hablan del muerto, de deportes y política. Habitas el trafico; el embotellamiento que
amenaza con algún día ser definitivo y que comerciantes aprovechan para vender una
manzana, un desatascador o un sofá. Te
encuentras en las Circe, en las Delias Maraña con sus embrujos en el mercado de
Sonora. En el trolebús que chirría al girar la avenida Ermita. En el motorista
accidentado, en los rituales de semana santa en Iztapalapa, y en los microbuses cargados de
viajeros con flores cada 2 de noviembre. En el motel sombrío en avenida Tlalpan
cuyo neón parpadea orgulloso su nombre: Maga.
Estás en las combis que se resisten a morir
como tu volskwagen: el dragón fafner. En
la lluvia, en el metro, y en la lluvia dentro del metro, en sus andenes
inundados de gotas suicidas, en los paraguas sacrificados junto a las vías, en los
transbordos llenos de comercios, de voces y de músicos. Estás en las noticias que llegan
de lejos; en las desaparecidas, en el mutismo, en los comunicados poéticos de
la guerrilla, en las oficinas gubernamentales donde un burócrata Teseo vence con formularios
al pobre minotauro.
En esta
Rayuela azteca Oliveira también viviría en un cuartucho lleno de discos y
libros (yo lo imagino en un cuarto de azotea de la colonia Santa María la
Ribera, con vecinos ruidosos y gatos roñosos pero altivos) y jugaría a
encontrar a su Lucía, a su maga extraviada en el metro Balderas. Te encuentras en el olor a fotocopia del metro
Copilco, en su aroma a Mayo del 68, en sus estudiantes con camisetas del Che,
en su lenguaje rebelde y combativo, en sus periódicos clandestinos, en sus historietas
de Mafalda y en sus cantautores que siguen amando a una mujer clara. Sigues vivo en la radio, en
las hormigas invadiendo los jardines y en el sueño roto de un boxeador de la
colonia Guerrero. Habitas todo eso pero también estás en esa actitud, un poco
cronopio, de los mexicanos viajeros: Llegan tarde, se extravían, pierden las
maletas o el vuelo, y en un momento de las vacaciones les invade una nostalgia
por la patria y la comida materna, sentimiento que les obliga a entonar el México
lindo, abrazarse y brindar con los
primeros compatriotas que se encuentran en el camino (cual cronopios bailando tregua
y cátala). Estás en el México de ambos lados del océano.
En el andén un
cartel publicitario parece advertirme: México son muchos Méxicos. Aprovechándome
de esa consigna turística afirmo que
eres muchos Julios (un Cortázar todos los Cortázar dirías) y que era de esperar esas uniones, esos cruces
de camino. Eres muchos Julios pero sobre todo eres esa rayuela pintada con tiza
en los patios de colegio, eres ese asmático escritor que supo abrirnos la
puerta para salir a jugar.
Desde este lado con un posdata lleno de gratitud
Rogelio Jarquín
Madrid,
25 de agosto del 2014.
©2014 Rogelio Jarquín.
3 comentarios:
No sé si anduvo Julio en San Juan de Puerto Rico. Me habría gustado mucho que así hubiera sido, sobre todo a mis dieciséis años. Entonces salíamos mis amigos y yo a beber en el casco antiguo. A veces tanto bebíamos que salíamos fuera de la muralla hasta la bahía y allí, sentados en las rocas, vomitábamos y fumábamos. Guy Monods sin Gardenal. En los bares antes de la borrachera siempre dejábamos una silla vacía. Si alguien venía a pedir usarla o a intentar ocuparla: nonines. Estaba ahí por si Horacio venía. Por si aparecía. Por si llegaban él o la Maga, mojados de Sena y Mar Caribe,a beber Torongins con nosotros o Zombies y a ayudarnos a escuchar una sinfonía de Sibelius o Dvorák. O a avizorar los muertos del cementerio de La Puntilla y practicar el glíglico o hablar de Morelli que era como hablar de Julio que era lo que de verdad importaba. Aprendí entonces que, como Horacio, era también impostor de mi mismo y que no hay tu tía y que el que se siente entero y completo y centrado seguro que es un imbécil. No me recupero todavía. De las borracheras sí, aunque sean grandototas. De Rayuela jamás. Y todavía espero a Horacio.
Gracias Roger, es precioso y además verdadero. También diría que está en el Zócalo a horas distintas, a las 5 de la mañana cuando sólo unos cuantos andan por ahí y luego las 12, cuando hasta un encuerado leyendo el antiguo testamento pasa desapercibido.
Me gusta leer a Cortázar. Además me cae bien. Me gusta, cuando voy a Buenos Aires, ir a la plaza que esa ciudad le dedica y sentarme en una de sus terrazas, me parece que, en cierto modo, le hago un pequeño homenaje. Pero si no le conociera correría a hacerlo después de leer esta carta. Y a ti también.
Un beso. María José.
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